En el vasto jardín de la naturaleza,
brotan cientos de flores, radiantes de colores,
rojas como el rubor de un crepúsculo apasionado,
rojizas como el ardor de un amor eterno,
violetas, misteriosas como la noche estrellada,
amarillas, como el resplandor del sol al alba.
Un caleidoscopio de pétalos danza en armonía,
un festín para las mariposas que, con gracia,
pintan el aire con sus alas vibrantes,
tejiendo la paleta de la evolución en cada flor.
Las flores, soberanas de las plantas esmeraldas,
despliegan su esplendor en un desfile de vida,
sus hojas verdes son testigos silenciosos
de la magia que acontece en este rincón divino.
El espacio que ocupan se convierte en un santuario,
un deleite para los ojos que se atreven a admirar,
mientras respiro el aire puro que perfuma el viento,
mis sentidos se embriagan con la fragancia celestial.
Bajo el manto de los rayos solares benevolentes,
desde un balcón techado, en quietud reverente,
contemplo este espectáculo en la fresca sombra,
aquí, en Colimes, provincia del Guayas, en el campo.
Cerca del pueblo, la naturaleza se revela,
susurra secretos en el lenguaje de las flores,
y yo, afortunado observador, me sumerjo
en la poesía viva de este rincón encantado.
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